Creo que la inmensa mayoría de las personas desconocen el potencial fisiológico, emocional e intelectual que tenemos dentro de nuestro sistema digestivo, y lo necesario que es aprender a escuchar y a colaborar con nuestras tripas, que nos aportan no solamente unos beneficios puramente digestivos, sino también un enorme bienestar físico, psicológico y emocional.
Os invito a realizar una pequeña excursión por nuestro tubo digestivo con varias paradas en sus distintos tramos.
Es bueno conocer que la longitud total del sistema digestivo puede llegar a medir entre 8 y 12 metros; para que nos hagamos una idea, si hacemos de nuestro tubo digestivo un conducto lineal llegaríamos a una altura de un edificio de dos plantas. El sistema digestivo no solamente es el más largo sino también el más ancho. Si imaginásemos toda la superficie de nuestros intestinos en un plano de dos dimensiones, alcanzaríamos unos 300 m2: ¡un campo de fútbol escondido en nuestras tripas!
A lo largo de la vida por el sistema digestivo pasan aproximadamente setenta toneladas de alimentos y cien toneladas de líquidos. Y nuestras entrañas son capaces de procesar, analizar, absorber y eliminar toda esta cantidad industrial ¡Y sin recambios ni averías en las tuberías! (si están bien tratadas, claro está).
No obstante, el sistema digestivo lo terminamos averiando nosotros mismos. A partir de estas alteraciones, nos envía señales en forma de diversas molestias, nos avisa, nos pide «servicio» y ayuda.
El sistema digestivo tiene un diseño espectacular. Por ejemplo, el intestino delgado posee miles de vellosidades en sus paredes (pequeños pliegues de la mucosa) las cuales, a su vez, tienen miles de micro vellosidades. Al microscopio, la pared del intestino delgado se ve como un cepillo denso o un tejido de terciopelo. Esta virtud anatómica nos permite obtener una absorción completa de todos los nutrientes vitales y nos proporciona control inmunológico, que ejercen las mucosas intestinales, y con eso me refiero a un 70% de la defensa total del cuerpo.
El diseño del cuerpo humano es mucho más artístico de lo que pensamos ( de hecho, hemos sido creados de una manera perfecta), el cual lleva en su eje un largo túnel que es el canal digestivo, y la luz de este túnel (limitado por su lumen o sus paredes) contiene sustancias que nos resultan invisibles, pero que están ahí, realizando constantemente su función. Se trata de un mundo interior bastante desconocido para nosotros, que contiene alimentos, líquidos, sustancias químicas, bacterias..., todo lo que de por sí nos es imnato, además de aquello que ha sido tragado y consumido mediante la alimentación.
El tubo digestivo permite y controla el paso de todas estas sustancias extrañas que atraviesan nuestro cuerpo desde la boca hasta el ano. Y a lo largo de este viaje, los alimentos se convierten en nosotros mismos.
La mucosa digestiva es nuestra aduana: un «alto servicio de inteligencia del estado» del cual depende nuestra salud y nuestra vida. La digestión y la absorción son funciones vitales lo mismo que la respiración y la función cardiaca. La mala digestión tiene que ser considerada igual de importante que la mala respiración o la mala función cardiaca, ya que este tubo que nos atraviesa y contiene sustancias extrañas para nosotros, está a cargo de funciones tan importantes como defensa, fuerza, nutrición, energía, crecimiento, construcción de otros tejidos, desintoxicación...
Las emociones digestivas
Y una virtud más: el sistema digestivo detecta, procesa, canaliza y genera las emociones. «Sentimos con la tripa»: con la tripa somatizamos las emociones y el estrés, presentimos e intuimos muchos hechos; dentro de ella ocultamos los miedos y guardamos los recuerdos infantiles... Notamos un cosquilleo placentero que invade la barriga al recibir una buena noticia. Y sabemos que las situaciones de tensión y de miedo hacen que el estómago se encoja dándonos la sensación de que un ratón corroe nuestras entrañas. La reacción emocional puede llegar a producir náuseas, vómitos, diarrea o, por el contrario, bloquear todas las funciones digestivas.
Nuestro sistema digestivo funciona como un cerebro ( nuestro segundo cerebro), y a través del sistema nervioso entérico con millones de neuronas, tiene poder para influir a través de sus múltiples neurotransmisores tanto en nuestra digestión como en nuestro estado psicológico.
Os pondré un ejemplo gráfico: El viaje del chuletón
Repasemos las bases de nuestra anatomía y la fisiología digestiva tan perfectamente diseñadas.
Tomemos como ejemplo una comida tan especial como un chuletón, muy sabroso. El chuletón es un símbolo social y casi nacional de España, no es la comida de todos los días, pero de vez en cuando, a todos nos toca asistir a algún acto gastronómico acompañado por un buen asado. Me imagino que a muchos de vosotros se os hace la boca agua simplemente al pensar en este trozo de carne aromática, tan grande que al servirla sobresale de los límites del plato. En este mismo instante tu sistema nervioso, central y periférico, recibe información sobre este chuletón imaginario y desencadena múltiples reacciones psicológicas y enzimáticas asociadas con su posible digestión.
Avancemos: el chuletón está a punto de entrar en el estómago (con cierta dificultad teniendo en cuenta su tamaño), donde tiene que compartir sitio con ensaladilla, croquetas, patata, verdura, vino y quizás un chupito por encima. Un alimento empuja a otro dentro de nuestra olla interna, la barriga nos avisa de que está llena y empieza a abultarse sobresaliendo de los límites de la cintura. La comida activa funciones neuronales digestivas que causan una liberación de las hormonas de bienestar, de modo que nuestro cuerpo bien saciado se afloja y relaja, nos pone de buen humor; aparece la necesidad de echar una siesta o por lo menos tumbarnos cómodamente.
Desgraciadamente para muchos, «el chuletón asado» es una comida que provoca múltiples malestares digestivos posteriores. Sin embargo, hay que diferenciar y diagnosticar las causas de estas molestias digestivas, porque ese trozo de carne sabrosa no tiene por qué hacer daño o provocar las molestias. Es la propia digestión la que ha perdido su capacidad de adaptarse a diferentes comidas, asimilarlas y procesarlas bien, de forma rápida y sana. Limitar conscientemente el consumo de algunos alimentos con el propósito de cuidarse y prevenir las enfermedades o como una decisión medioambiental suena lógico y correcto. Pero borrar el chuletón o algún otro alimento de tu vida porque te provocará un dolor en la tripa, un ardor o algo más es una medida forzada por tus malestares, y antes de aceptarlo para siempre merece la pena intentar corregir tu respuesta digestiva y buscar unos compromisos sanos. No importa que no vuelvas a comer comidas «fuertes»; tiene que ser la decisión voluntaria de tu mente y no inducida por un sufrimiento digestivo.
Poner un trozo rico en la boca, masticar y tragarlo es el último acto consciente que hacemos; el resto se encuentra fuera de nuestro control y nuestro conocimiento. Al tragar un bocado perdemos la pista de lo que pasará luego dentro del túnel digestivo. Volvemos a ser conscientes de ello en el extremo contrario y final, cuando lo expulsamos con las deposiciones. De alguna manera, sin control mental ni esfuerzos adicionales por nuestra parte, el chuletón termina siendo nuestra sangre, nuestros músculos, nos aporta energía y los nutrientes esenciales, y el resto sale en forma de heces.
El sistema digestivo es un ser extraordinario que piensa por nosotros sin involucrar a la mente, repara los daños y aguanta todos los malos tratos que le proporcionamos. Y todo eso no lo apreciamos adecuadamente. Las referencias que nos quedan son las sensaciones, las señales que nos envía el cerebro digestivo.
Por ejemplo, después de comer podemos sentirnos a gusto, relajados, de buen humor y complacidos con todo, porque la tripa nos transmite este bienestar. Pero puede pasar lo contrario, que nos sintamos llenos, hinchados, con ardor y acidez, dormidos, pesados y, como consecuencia de ello, malhumorados.
El «pobre» chuletón puede repetirnos durante varias horas dando mal gusto en la boca y «bloquear» la digestión; de repente la ropa nos aprieta y la irritación y la frustración de uno mismo aumentan... El mismo plato puede transformarse en un símbolo de la pesadez de las comidas obligatorias y asociarse con las tensiones familiares, o una oportunidad de tener un placer enorme al poder compartir y disfrutar de una compañía agradable.
Como conclusión, me gustaría repetir que, evidentemente, existe una conexión entre la psique y el estómago. Muchas molestias intestinales podrían explicarse por el incorrecto funcionamiento del «cerebro intestinal» o por interferencias en la comunicación con el cerebro superior. En el cerebro de las tripas pueden originarse el miedo, la ansiedad, la fobia, el control excesivo, la obsesión, también un presentimiento y la intuición.
Es tan necesario aprender a escuchar a nuestro cuerpo, a nuestro estómago..., como lo es el alimentarnos, por eso debemos estar atentos a esas señales que él nos envía. Las enfermedades crónicas o malignas comienzan con pequeñas molestias o avisos a los que no solemos prestar atención.
Por ello, tú eliges.
¿Cómo? Aprendiendo a reconocer tu carácter digestivo y a escuchar tu cuerpo.
Os recomiendo un libro que habla de ese segundo cerebro que se esconde en nuestras tripas y os ayudará mucho a entender y conocer mejor ese mundo interior que forma parte de nosotros: "Inteligencia Digestiva", por Irina Matveikova.
Cuidaos mucho.